Recuerdo perfectamente aquel día.
Aquel día en el que todo era perfecto, tan perfecto que ni yo me lo creía.
Pero de ser tan perfecto no caí en la cuenta de que todo podría llegar a ser una ilusión, de que todo realmente era un error y estaba siendo cazada por dicha perfección, lo que hacía que acabara cegada por mis ilusiones y acabara pensando que todo lo que veía podría ser real y sincero.
Era real, exacto, pero era tan real que hizo que cayera en la cuenta de que sólo era una mera ilusión y una falsa esperanza. Un error simple y falso.
Y esa mera ilusión y esa falsa esperanza hicieron que cada vez más cayera en mis inseguridades, unas inseguridades que eran propias de una chica. Pero no de una chica cualquiera, sino de un monstruo que acababa rompiéndose y desangrándose a sí mismo con cada uno de esos pensamientos que la destruían a más no poder.
Me destruían, y cada lágrima que caía de mis ojos era un temor más para mí.
Ese temor que hacía que todo se cumpliera aún pensando que podría haber alguna esperanza más.
Pero no, esas esperanzas acabaron hundiéndose e hicieron que aquella perfección se fuera con un ser que probablemente sería mejor que aquel monstruo desdichado.
De aquellos pensamientos he de decir que, aunque me destrocen día a día, ellos mismos hacen que cada día sea más fuerte.
Pero aunque sea más fuerte ese monstruo hace que todo me vaya mal, y aunque me levante ese mismo monstruo hace que vuelva a caer en lo mismo una y otra vez. Sin descanso alguno.
En esa depresión intensa que nunca acabará.
Y la perfección se fue para siempre.
Ya no volverá, pequeño monstruo de mala muerte.
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